Protestantismo liberal, modernismo y disidencia actual

 

Como es sabido, el liberalismo, derivado en el siglo XIX de la Ilustración, es una doctrina que afirma la voluntad del hombre –su libertad– como un valor supremo, que no debe sujetarse ni a ley divina ni a ley natural alguna.

 

Es cierto que la palabra liberal o el término liberalismo admiten otras significaciones aceptables; pero aquí hablaremos del liberalismo justamente en ese sentido doctrinal, como lo ha hecho la Iglesia en numerosas encíclicas y documentos importantes.

 

El liberalismo es un naturalismo militante, que rechaza la soberanía de Dios y la pone en el hombre –«seréis como dioses» (Gén 3,5)–. Es, pues, un ateísmo práctico, una rebelión de los hombres contra Dios, y por eso ha sido muchas veces condenado por la Iglesia (por ejemplo, León XIII, enc. Libertas 1888). El socialismo y el comunismo, por otra parte, son obviamente hijos naturales del liberalismo.

 

Pues bien, en este sentido, el liberalismo, actualmente generalizado en las naciones más ricas como forma cultural y política, es hoy la tentación mayor del cristianismo. Es el error que más fuerza tiene para falsificar el Evangelio y para alejar de él a los hombres y a los pueblos.

 

Puede decirse, en síntesis brevísima, que el racionalismo crítico del protestantismo liberal de mediados del siglo XIX, pasa en buena parte al campo católico con los autores del modernismo. Aquellos y estos errores fueron combatidos sobre todo por el Beato Pío IX (1864, syllabus), y por San Pío X (1907, decreto Lamentabili; 1907, encíclica Pascendi; 1910, Juramento antimodernista).

 

Protestantes liberalesy católicos modernistas coinciden más o menos, según los autores, en el historicismo y en la exégesis crítica, que en el estudio de la Escritura deben prevalecer sobre la Tradición y el Magisterio; desprecian también en común los dogmas y toda formulación estable de verdades de fe y moral; van juntos en una cristología de tendencia nestoriana; coinciden en el ecumenismo radical, que iguala las diversas confesiones cristianas, así como en la aversión a la escolástica, a la metafísica y al tomismo; niegan unos y otros los milagros de Cristo y la historicidad de su Resurrección; y en cuestiones morales dan primacía a la conciencia sobre las normas objetivas de la moral. Y siguen coincidiendo en muchas otras cuestiones. Por eso San Pío X señala en los modernistas este error, entre otros:

 

«El catolicismo actual no puede conciliarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en protestantismo amplio y liberal» (Lamentabili 65: DS 3465). Los modernistas rechazan los «motivos de credibilidad», y estiman que «la fe debe colocarse en cierto sentimiento íntimo que nace de la indigencia de lo divino» (Pascendi: DS 3477).

 

En la segunda mitad del siglo XX, hasta nuestros días, no pocos de aquellos errores señalados se prolongan también entre los católicos disidentes, promotores del progresismo, que después, sobre todo, del concilio Vaticano II –pero enseñando en contra de él–, disienten públicamente una y otra vez del Magisterio apostólico. El término disidentes es un tanto eufemístico, pero lo aceptaremos aquí para evitar palabras más fuertes.

 

En los años de Pablo VI (1963-1978) esa disidencia afecta a sectores intelectuales reducidos, y a ciertas Iglesias locales acentuadamente progresistas, dando ocasión a grandes escándalos doctrinales y disciplinares.

 

Pero en los decenios siguientes, hasta hoy, esa disidencia se difunde notablemente, hasta el punto de que apenas da lugar ya a ruidosos escándalos. Y esto se debe a que en muchos ambientes de la Iglesia ha sido aceptada la disidencia como lícita y oportuna, y también a que los doctores bien formados en la tradición filosófica y teológica de la Iglesia son hoy bastante menos numerosos que en tiempos de PabloVI. Por otra parte se debe también a que la disidencia escandalosa ya no es tanto combatida, sino ignorada, quizá por cansancio; mientras que la disidencia moderada se acepta sin lucha, sin apenas resistencia. «Ya no escandaliza» –en el peor sentido de la expresión– a la mayoría de los católicos, como no sea a unos pocos, considerados tradicionalistas o integristas.

 

Juan Pablo II, sin embargo, reconoce la desorientación causada en los fieles por tantos doctores disidentes:

 

«No se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre, que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Ésta, ya probada por el careo con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al magisterio de la Iglesia» (1994, Tertio Millenio adveniente 36).  

 

La disidencia escandalosa

 

Para tipificar la disidencia escandalosa sería preciso analizar, en muy penosa tarea, algunas obras –si nos reducimos a autores de lengua hispana– de José María Castillo, José María Díez Alegría, Juan Antonio Estrada, Casiano Floristán, Benjamín Forcano, José Gómez-Caffarena, José María González Ruiz, José Ignacio González Faus, Antonio Hortelano, Juan Luis Segundo, Jon Sobrino, Juan José Tamayo, Andrés Torres-Queiruga, Marciano Vidal, etc. Bastantes de ellos se integran en la Sociedad de teólogos y teólogas «Juan XXIII» o colaboran al menos en sus campañas. No hace mucho esta asociación afirmaba:

 

«La jerarquía [católica] ha sustituido el Evangelio por los dogmas...; la libertad por la sumisión; el seguimiento de Jesucristo por la aplicación rígida del Código de Derecho Canónico; el perdón y la misericordia por el anatema». La Iglesia Católica, en su prepotencia doctrinal, impone «un único modelo de familia, el matrimonio; condena otros modelos, como parejas de hecho, y de la homosexualidad calificada como enfermedad, desviación natural y desorden moral» (prensa 8-IX-2003)

 

Éstos y otros autores, siempre que lo estiman conveniente –es decir, con gran frecuencia–, disienten de la Iglesia abiertamente, procurando a su disentimiento la mayor publicidad, e incluso algunos de ellos la insultan y calumnian en los medios de comunicación.

 

Los dejaremos a un lado, sin comentarios. No saben que con su proceder están poniendo en peligro su salvación eterna; y la de muchos. Nadie les avisa. Nosotros les avisamos.